El viento comenzó a decirme que confiara,

que le entregara mi vida, mi alma, mi esperanza.

La abracé como si no existiese más sino que ella,

como si fuese un ángel al que Dios le ordenó proteger,

como si en ella fuese mi compañera fiel.


Mis dedos recorrieron su pecho y sintieron el palpitar de su corazón,

que latía fuerte, tan fuerte que me hacía temblar,

que me estremecía, me conmovía

y que hacía sentirme vivo.


Con su voz profunda, tan profunda como esa noche estrellada de febrero

me dijo que confiara en su palabra,

entregándome confianza a medida que el viento sonaba.


Entonces olvidé mis miedos mientras la abrazaba,

mientras sentía su alma,

mientras su corazón palpitaba

y de repente perdí la noción del tiempo,

no sabía si era de día o de noche,

no sabía en qué lugar estaba,

no sabía ni cómo me llamaba;

lo único que sabía era que a su lado yo estaba.


Quizás, fue el efecto del reloj mágico que reposa en su piel,

ese reloj que marca el tiempo en el que vio la luz por primera vez,

luz que alcancé a ver y sentir mientras la abrazaba,

mientras sentía su alma,

mientras su corazón palpitaba

y mientras a su lado yo estaba.